martes, 19 de agosto de 2014

El Estado (Parte 2): los impuestos

¡Hola compañeros!

Espero que estéis todos pasando un buen verano y que las maravillas estivales os colmen los sentidos de sensaciones maravillosas y buen pulpo. Algunos de mis lectores están ahora en invierno así que no puedo extender este deseo hacia ellos pero si puedo animarles: pronto podrán reírse de nosotros, los hemisféricos norteños.

La última entrada la dejé así un poco abruptamente. Decidí criticar algunas concepciones comunes del Estado, ponerlo un poco a parir y ya. No saqué conclusiones ni extraje enseñanzas que aplicar a nuestra vida y nuestro día a día. Bueno, en realidad, poco de lo que se dice en este blog es aplicable a nuestro día a día pero ya me entendéis. Para recapitular un poco, si recordáis dijimos aquí que el Estado es fundamentalmente lo opuesto a la libertad, es pura coacción y violencia. No es ni un club, ni una familia ni una empresa. Sea lo que sea, concluimos, el Estado ha de ser algo diferente a ello, pues esos son reinos de libertad mientras que el Estado monopoliza la violencia y la ejerce directa o indirectamente contra el ciudadano.

Esta violencia se manifiesta de muchas maneras. La principal de todas ellas es que el Estado realiza actos que si cualquiera de nosotros ciudadanos los hiciéramos acabaríamos en prisión. Nosotros tenemos prohibido por ley robar y quitar las propiedades a los demás por la fuerza, pero el Estado es libre de quitarnos nuestras propiedades como cree oportuno. No es en vano que a esa parte de nuestros bienes que el Estado nos requisa se le llama impuesto. No se le llama voluntario, sino impuesto. Es algo obligado coactivamente desde arriba y aquel que rechaza hacerlo se enfrenta a enormes inconvenientes (multas o incluso la cárcel) que emanan en último término de la naturaleza coactiva y violenta del Estado.

Decía un famoso político que "los impuestos son el precio que se paga por la civilización". No obstante, esta frase es terriblemente equívoca. Los precios se pagan voluntariamente en un contexto de libre mercado mientras que los impuestos no podemos elegir no pagarlos. Si algún precio nos resulta demasiado caro siempre podemos acudir a la competencia y buscar precios más baratos o incluso regatearlos en algunos sectores menos regulados. Sin embargo, los impuestos no podemos elegir no pagarlos y no podemos elegir cuánto pagar; todo ello viene impuesto (valga la redundancia). Además, decir que los impuestos son condición de la civilización es equivalente a mantener que la civilización se apoya en el saqueo y la violencia, a lo cual debo oponerme firmemente.

"Oh", se nos dirá, "pero los impuestos se utilizan para fines filantrópicos, ayudan a los pobres y fomentan la igualdad". Ya comenté aquí y aquí mi opinión sobre la igualdad, sobre el hecho de que no es justa pero queda el tema de la filantropía. Nos dice que el Estado del bienestar es caro pero produce algo bueno. Hace que todos los ciudadanos se ayuden unos a otros y no sean egoístas capitalistas. Es decir, puede que no sea bueno pagar impuestos, pero se utilizan para fines buenos así que ese mismo acto es bueno. Comentemos aquí dos cosas fundamentales:

1) En primer lugar es altamente cuestionable que un medio se convierta en bueno porque su fin sí que lo es. El infierno está empedrado de buenas intenciones se suele decir y en realidad lo que importa son más a menudo los medios que los fines. Si los fines son equivocados pero producen mucho bien por el camino, bueno, no está mal; pero si los fines son buenos y producen mucho mal por el camino entonces son moralmente reprobables. Convertir en bueno el expolio a gente inocente de sus bienes porque van a ser orientados a un buen fin resulta por tanto éticamente cuestionable y malvado. Por supuesto también está el curioso hecho de que el Estado es muy generoso, pero con los fondos ajenos. Se les llena la boca de palabras como solidaridad, filantropía, tolerancia, igualdad o subvención pero siempre somos los mismos los que pagamos: ¡ay estos Robin Hoods, qué daño hacen!

2) La desconfianza aterradora que tiene el Estado a la libertad llega al extremo de afirmar que los hombres no nos ayudaríamos unos a otros si el Estado no nos obligara. Esto es históricamente falso, obviamente, como atestiguan numerosas organizaciones caritativas privadas y civiles que aun hoy siguen existiendo. Si el Estado no nos arrebatara tan cuantiosas cantidades de dinero quizás sí que podríamos destinarlas a las organización que nosotros eligiéramos, en función de su efectividad y honestidad. En un contexto de libertad tales organizaciones tendrían incentivos para actuar honradamente y eficientemente (al contrario que en la actualidad, en la que muy a menudo son simplemente pantallas de captación de fondos públicos). Además, con una fiscalidad tan confiscatoria como la que padecemos en nuestros queridos Estados del bienestar se favorece al pícaro y al corrupto. Cualquier persona que honradamente cumpla sus obligaciones fiscales verá como su patrimonio es robado y saqueado sin miramientos mientras que el pillo y el pícaro aprovecharán todas las funcionalidades del Estado sin poner un euro. Ese es el verdadero resultado: el Estado favorece a los hombres malvados.

Pero si es que no hace falta discutir demasiado al respecto. ¿Dónde se acumulan para pedir dinero los pobres e indigentes de las ciudades? ¿Alrededor de las sedes de los partidos? Nop. ¿Alrededor quizás del congreso de los diputados? Nop. ¿Alrededor de los ministerios? Nop. ¿Alrededor de las sedes de sindicatos? Otra vez, no. Ah, ya sé, os dejo que lo adivinéis vosotros pero os doy una pequeña pista antes: es una organización privada y civil.



Bueno, os dejo que me caliento y no es precisamente por el verano (que también). Si os interesa una tercera parte hacédmelo saber, si no seguiré con otros temas.

¡Saludos filosóficos!

viernes, 1 de agosto de 2014

El Estado (Parte 1)

¡Hola compañeros!

Hoy retomamos el "asunto político". Frecuentemente estamos hablando en política acerca del Estado pero pocas veces nos preguntamos sobre su naturaleza, sobre qué es realmente el Estado. Y como con tantas cosas humanas, normalmente preguntarse qué es algo se responde investigando para qué sirve (ya Aristóteles hace la tira de años nos decía que la causa final, la finalidad de las cosas, las define realmente). Así pues, si queremos responder a la pregunta ¿qué es el Estado? tendremos por lo menos que plantearnos ¿para qué sirve el Estado? Claro, enseguida nos encontramos con qué no es nada fácil definir la utilidad del Estado y encontrar sus características fundamentales. Si os parece podemos proceder mediante una definición negativa, es decir, si no podemos decir qué es el Estado probablemente sí podamos intentar averiguar qué NO es. Así por lo menos podemos eliminar algunas controversias y algunas falsas concepciones.

Mucha gente considera que el Estado es algo parecido a una empresa, a un club o a una gran familia. Se argumenta que como una empresa tiene ejecutivos y dinero y nos provee de servicios, que como un club uno pertenece a él o que como en una familia el gobernante es como un padre que se preocupa por sus hijos y toma decisiones en beneficio de ellos cuando ellos no pueden hacerlo. Sin embargo, este análisis no resiste una investigación pormenorizada. 

Para empezar, una empresa tiene que ofrecer productos que la gente realmente demande o pronto se verá obligada a cerrar. Dicho de otro modo, una empresa tiene que ofrecer valor a la sociedad en la que está inserta para poder sobrevivir. Si los productos que ofrece no gustan o la gestión es ineficaz dicha empresa desaparecerá y sus recursos se dedicarán a ámbitos más productivos de la sociedad. El Estado no funciona así, pues los ciudadanos estamos obligados a consumir y, sobre todo, financiar sus servicios y gestión lo queramos o no. La gente puede consumir libremente los productos de una empresa pero no puede decidir hacerlo respecto al Estado, lo cual separa definitivamente ambos ámbitos.

Tampoco parece que sea un club por similares motivos. Uno pertenece a un club por motivos que son libres. Ya sea por afición a una actividad, por deporte, por cultura familiar o por lo que sea uno decide pertenecer a un club (o salirse de él). Pero no ocurre con el Estado, uno pertenece a él obligatoriamente y no puede decidir no participar de sus actividades y, especialmente, de su financiación. No es un club tampoco.

En último lugar sí parece ser algo cercano a la familia pues no elegimos pertenecer a una familia y muchas veces el Estado se nos presenta como ese gran benefactor que actúa al modo de nuestros padres. Esta concepción es sin duda la más peligrosa y difícil de atajar, porque resulta la más extendida. Muchos miran al Estado como a un padre que debe cuidar de todos sus hijos y proporcionarles seguridad y beneficios. Sin embargo, resulta del todo cuestionable que el Estado actúe por beneficio exclusivo de sus hijos y se sacrifique por ellos como lo haría un padre. Además, un padre no te obliga a tomar a decisiones pasada cierta edad mientras que el Estado tiene esa irritante tendencia a tratar sus súbditos como si fueran débiles mentales para tomar sus propias decisiones. De ese modo, tiende a tomar decisiones por ellos por su propio bien, algo que ningún padre digno de ese nombre haría a partir de cierta edad.

Así pues, en las tres posibilidades ha aparecido la característica fundamental del Estado: la coacción. El Estado es el mundo de la coacción y la violencia, pues la única manera de mantener en funcionamiento es mediante la violencia (explícita en el caso de las tiranías y latente en los regímenes democráticos). Y entonces debemos hacernos esta pregunta: ¿por qué admitimos esta violencia y esta coacción?

Y voy a dejar que responda Frédéric Bastiat, que ya en 1848 intentaba responder a la pregunta ¿qué es el Estado? con esta brillantez. Es un poco largo pero creedme que vale la pena (este es el link al ensayo entero http://www.ilustracionliberal.com/52/el-estado-frederic-bastiat.html).

Me temo que somos víctimas de la más extraña ilusión que se haya apoderado jamás del ser humano.

Al hombre le repugna el dolor, el sufrimiento. Y sin embargo está condenado por la naturaleza al sufrimiento de la privación si no acepta la pena del trabajo. No tiene, pues, otra alternativa que elegir entre ambos males.
¿Puede, con todo, evitarlos? Lo cierto es que no ha encontrado ni encontrará jamás otro medio que no sea sacar provecho del trabajo ajeno; hacer que la pena y la satisfacción no recaigan sobre cada uno según la proporción natural, sino que toda la pena sea para unos y todas las satisfacciones para otros. De ahí la esclavitud, el expolio en cualquiera de sus formas: guerras, imposturas, violencias, restricciones, fraudes, etc.; abusos monstruosos pero coherentes con el pensamiento que les ha dado origen. Se debe odiar y combatir a los opresores, pero no se les puede acusar de caer en el absurdo.
La esclavitud está en las últimas, gracias a Dios. Por otro lado, nuestra disposición a defender lo nuestro hace que el expolio liso y llano no sea tarea fácil. Pero persiste la maldita inclinación primitiva a poner a un lado el sufrimiento ajeno y al otro la gratificación propia. Queda por ver bajo qué nueva forma se manifiesta esta triste tendencia.
El opresor ya no actúa directamente con sus propias fuerzas sobre el oprimido. No, nuestra conciencia es demasiado escrupulosa para eso. Todavía hay tiranos y víctimas, pero entre ellos se interpone un intermediario, el Estado, es decir, la mismísima ley. ¿Qué mejor para acallar nuestros escrúpulos y, aún mejor, vencer las resistencias? Así las cosas, todos, por tal o cual razón o pretexto, nos dirigimos al Estado y le decimos:
"No veo que haya proporción entre mi trabajo y mis expectativas. Para establecer el deseado equilibrio, quisiera hacerme con una parte del bien ajeno. Pero se trata de una empresa peligrosa. ¿No podrías facilitármela? ¿No podrías conseguirme un buen puesto? ¿O poner trabas a mis competidores? ¿O prestarme capital que previamente hayas tomado a otros? ¿O asegurarme el bienestar cuando tenga cincuenta años? De este modo conseguiré mi objetivo y tendré la conciencia tranquila, porque la ley habrá actuado por mí, y disfrutaré de todas las ventajas del expolio sin asumir sus riesgos ni soportar los odios que despierta."
Dado que todos nos dirigimos al Estado con alguna demanda de este tipo y que, por otra parte, está comprobado que el Estado no puede procurar satisfacción a unos si no es a costa de otros, a la espera de una definición mejor me veo autorizado a proponer la mía. ¿Quién sabe si me llevaré el premio? Hela aquí:
El Estado es esa gran ficción a través de la cual todo el mundo trata de vivir a expensas de todo el mundo.
 Impresionante.

¡Saludos filosóficos!