¡Hola compañeros!
Hoy traigo un tema totalmente humano: la muerte. Como veis en el título no me ando con contemplaciones ni paños calientes. He tenido la desgracia de sufrir la muerte de un ser muy querido y cercano y qué mejor momento que este para investigar sobre la muerte. Sin embargo, antes de empezar hagamos un trato: no involucremos a la fe en la discusión, quiero tratar este asunto desde un punto de vista completamente filosófico. Evidentemente la religión tiene mucho que decir al respecto, pero teniendo en cuenta que este es un blog de filosofía me gustaría obviarla. Eso no quiere decir que no valore lo que la religión tiene que decir al respecto, sino que el debate se tornaría muy vasto y complicado y me gustaría mantener el perfil divulgativo y sencillo de este nuestro blog.
Dicho esto, pasemos a ver cómo planteamos el asunto. Veamos a los que han sido mayoría: los filósofos que han defendido que existe algo más allá de la muerte. Por supuesto, tendríamos también que analizar en qué consiste ese algo, que realmente eso es lo que nos interesa (no sé yo si me atrae mucho la idea de reencarnarme en un gusano de playa). Pero no adelantemos acontecimientos.
La mayoría de los filósofos han estado históricamente de acuerdo en que la muerte no es el final, sino el comienzo de algo diferente (si bien han discrepado sobre qué forma concreta adopta esa vida ultraterrena). Esto supone la aceptación de la existencia de un alma inmaterial dentro de cada uno de nosotros que sobrevive a ese gran trauma que es la muerte, la separación de nuestro cuerpo. Esa alma suele ser considerada de naturaleza racional. Es decir, es inmaterial porque trata con objetos inmateriales como las ideas y los conceptos. Según estos filósofos aquello que se relaciona con lo inmaterial ha de ser también inmaterial. En el Fedón o sobre la inmortalidad del alma, diálogo maravilloso de Platón, se nos ofrece el siguiente argumento: puesto que el alma es el principio de vida, es imposible que muera, puesto que iría en contra de su misma esencia. Sería como decir que es posible convertir al 3 en un número par. Filósofos posteriores, como los racionalistas, afirmarán que el alma humana es tan diferente al cuerpo que no existe en realidad relación alguna entre ambos. De este modo, el cuerpo se disuelve tras la muerte, pero el alma no sufre cambio alguno.
En resumen, multitud de filósofos han mantenido y afirmado la inmortalidad del alma hasta prácticamente nuestros días. No deja de resultar una falacia de autoridad el asentir al pensamiento de hombres tan inteligentes, pero en realidad no nos dejamos deslumbrar por su inteligencia, sino por el resultado de ella, sus razonamientos. Seguiré próximamente en otra entrada porque esta va a quedarse muy extensa y no es esa mi intención.
Os dejo con este maravilloso fragmento de Séneca (¡otra vez!). Tuve que traducirlo del latín en la carrera y ya en esos años embrutecidos universitarios me marcó profundamente la intensidad de este hombre. Séneca consuela a su madre por su exilio en una larga carta que termina así:
La mayoría de los filósofos han estado históricamente de acuerdo en que la muerte no es el final, sino el comienzo de algo diferente (si bien han discrepado sobre qué forma concreta adopta esa vida ultraterrena). Esto supone la aceptación de la existencia de un alma inmaterial dentro de cada uno de nosotros que sobrevive a ese gran trauma que es la muerte, la separación de nuestro cuerpo. Esa alma suele ser considerada de naturaleza racional. Es decir, es inmaterial porque trata con objetos inmateriales como las ideas y los conceptos. Según estos filósofos aquello que se relaciona con lo inmaterial ha de ser también inmaterial. En el Fedón o sobre la inmortalidad del alma, diálogo maravilloso de Platón, se nos ofrece el siguiente argumento: puesto que el alma es el principio de vida, es imposible que muera, puesto que iría en contra de su misma esencia. Sería como decir que es posible convertir al 3 en un número par. Filósofos posteriores, como los racionalistas, afirmarán que el alma humana es tan diferente al cuerpo que no existe en realidad relación alguna entre ambos. De este modo, el cuerpo se disuelve tras la muerte, pero el alma no sufre cambio alguno.
En resumen, multitud de filósofos han mantenido y afirmado la inmortalidad del alma hasta prácticamente nuestros días. No deja de resultar una falacia de autoridad el asentir al pensamiento de hombres tan inteligentes, pero en realidad no nos dejamos deslumbrar por su inteligencia, sino por el resultado de ella, sus razonamientos. Seguiré próximamente en otra entrada porque esta va a quedarse muy extensa y no es esa mi intención.
Os dejo con este maravilloso fragmento de Séneca (¡otra vez!). Tuve que traducirlo del latín en la carrera y ya en esos años embrutecidos universitarios me marcó profundamente la intensidad de este hombre. Séneca consuela a su madre por su exilio en una larga carta que termina así:
Por lo demás, puesto que es inevitable que, aun cuando hayas
hecho todo esto, de vez en cuando tus pensamientos recaigan en mí,
y que ninguno de tus hijos te ande rondando más a menudo, no porque
ellos sean menos queridos, sino porque es natural que se lleve la
mano más frecuentemente donde duele, oye cómo tienes que pensar
en mí: alegre y sin pesar como en las mejores ocasiones. Pues son las
mejores, porque el alma, desprovista de todas sus preocupaciones
está libre, y tan pronto se recrea en ocupaciones ligeras, como se
alza, ávida de verdad, a considerar su naturaleza y la del universo.
En primer lugar se interesa por las tierras y su disposición; a continuación
por la naturaleza del mar que las rodean, y sus mareas alternas
altas y bajas; luego, sobrecogida, contempla todo lo que se
extiende entre el cielo y las tierras, este espacio agitado por truenos,
rayos y ráfagas de viento, de nubes y de nieves, y por el golpear del
granizo; entonces, tras recorrer las cosas más bajas, irrumpe en las
más elevadas, y goza del hermosísimo espectáculo de lo divino:
recordando su eternidad en todo lo que ha sido y ha de ser, recorre
todos los tiempos.
¡Saludos melancólicos!