¡Hola compañeros!
Hace tiempo que no os escribo nada y os tengo medio abandonados así que ha llegado el día de retomar esta sana costumbre que consiste, básicamente, en un ejercicio de onanismo intelectual al que ocasionalmente se unen contertulios muy diversos en los comentarios (no apuremos la metáfora). Hoy toca hablar de las opiniones, de las cuales dice el gran Clint Eastwood que son como los culos, pues todo el mundo tiene una y huelen todas mal.
Nosotros trataremos de ser más benévolos y nos preguntaremos: ¿son válidas todas las opiniones? ¿Son respetables todos los planteamientos teóricos? ¿Existen límites a la libertad de expresión? Si respondemos afirmativamente a esto último, ¿en qué consisten esos límites y quién los determina? Como veis el tema da para mucho e incluso fue ya sucintamente tratado por nosotros en esta entrada aquí pero hoy le vamos a dar otra vuelta de tuerca.
La clase de hoy ha tratado sobre el tema de la verdad y las opiniones. Y es que es un asunto bastante peliagudo: para resumir diremos que si la verdad existe y la conozco, entonces las opiniones no deben ser respetadas sino corregidas (pues aquel que está equivocado no debe ser escuchado sino enseñado). En efecto, en los Estados más totalitarios no existe libertad de expresión porque la verdad (o Verdad, con mayúscula, que tiene como más peso) ya está prefijada y encontrada. Todo lo que se desvía de esa verdad absoluta y esa concepción del mundo ya no tiene sentido en la sociedad; al contrario, se contempla como un elemento sospechoso y perturbador de la "cohesión" social. La verdad actúa aquí como factor limitante de la libertad.
Sin embargo, el caso contrario no es mucho más feliz. Según el escepticismo la verdad no puede ser conocida o no existe (para el caso, patatas) y por tanto está abierto a una variedad de opiniones todas igualmente válidas. Aparentemente esta postura es más tolerante y abierta ante la libertad de expresión y las opiniones ajenas pero esconde una versión un poco siniestra en su interior: en el fondo respetamos todas las opiniones porque todas son igual de irrelevantes. En el momento en el que admito que la verdad no existe y no se puede hallar, ¿qué incentivo existe para emitir o creer una opinión? Si todas las opiniones son igual de válidas, ¿cómo valorar y recompensar aquellas tentativas más serias frente a las que no lo son? ¿Cómo recompensar el estudio y la investigación frente a la demagogia y el populismo?
Ambas alternativas se nos presentan como opciones únicas, sin terceras vías ni puntos intermedios, pero en el fondo devienen igualmente radicales. Si queremos proponer un estudio serio y filosófico de la opinión (una auténtica doxología) debemos admitir que la búsqueda de la verdad es siempre ardua e incompleta. Debemos conceder a los escépticos que esa verdad no siempre es comunicable o fácilmente comunicable (si todo fuese perfectamente comunicable el arte no tendría ningún sentido en nuestra cultura) pero al mismo tiempo no podemos conformarnos con estas visiones acríticas y simplistas. Existen verdades sencillas, existen verdades complejas, pero también hay grados de aproximación a esas verdades y está claro que un ingeniero o un físico nuclear está más cualificado que yo para emitir opiniones sobre los materiales de una central nuclear. No todas las opiniones tienen el mismo peso específico, no todas las opiniones son igual de válidas, no todas las opiniones están igualmente fundamentadas.
Y, sin embargo, todos tenemos el derecho inalienable a verbalizarlas y hacerlas públicas. Opinar y criticar son actos propios de una sociedad libre y nos permiten progresar y mejorar, pues solamente mediante la crítica y la opinión libre detectamos nuestros defectos, pulimos nuestras aristas, alicatamos nuestras posturas.
¡Saludos filosóficos!