martes, 10 de junio de 2014

¿Es la igualdad algo bueno? (Parte II)



¡Hola compañeros!

El otro día hablábamos sobre el tema de la igualdad y sobre si ese santo Grial de la política contemporánea era algo racional o razonable. Comentábamos, en un tono bastante abstracto (más de lo que me hubiera gustado, admito que me gusta ser más divulgativo y un par de personas me recriminaron cariñosamente que no habían entendido nada) que los conceptos de "Justicia" e "Igualdad" no son para nada sinónimos, sino que de hecho resultaban un poco contradictorios. Las razones que aduje las encontraréis aquí pero ha llegado la hora de continuar con la discusión.

Bajando un poco de las nubes veamos qué aplicación práctica tiene todo aquello que hemos estado discutiendo. Comencemos por esta sencilla pregunta: ¿es toda igualdad injusta? Hemos desmontado -espero- la idea de que la igualdad, per se, es algo justo y siempre deseable, pero eso no quiere decir que toda desigualdad sea indeseable o injusta. Es decir, hemos caminado un buen trecho a lo largo de la Historia para intentar despojarnos de tiranías, injusticias, favoritismos, nepotismos y sistemas de castas como para terminar concluyendo que tales sistemas no solamente no eran injustos sino que por el contrario son sistemas perfectamente justos y con arreglo a derecho. No. Atacar cierto concepto de igualdad no significa rendirse a la ley de la selva y defender que entonces estamos de acuerdo en que el fuerte aplaste y someta al débil. No nos hemos reunido en sociedad para vivir peor que en un estado de naturaleza salvaje y resultaría ridículo que yo aquí defendiese eso (aunque ya dijo Cicerón que no hay tontería que no haya sido defendida por algún filósofo).

Así pues, hemos de convenir en que la sociedad ha de procurarnos algún tipo de igualdad que sí sea justa y conveniente para todos. Una igualdad que no sea impuesta desde arriba (sea de donde sea), una igualdad que no nazca del dominio o la fuerza sino que surja naturalmente de nuestra propia condición humana. Una igualdad, en definitiva, que no quebrante nuestra libertad: la igualdad ante la ley. ¡Esta igualdad sí que cumple estas condiciones! Precisamente si nos hemos reunido en sociedad es para obtener este tipo de igualdad: nadie quiere tener menos derechos que los demás, ni más deberes, sino que todos aspiramos a que la justicia (esa señora con la venda en los ojos) no haga distingos entre los ciudadanos, sino que gobernantes y gobernados, ricos y pobres, fuertes y débiles recibamos el mismo trato por parte de ella. Eso no quiere decir que todos recibamos exactamente el mismo veredicto (eso lo vimos en la anterior entrada sobre este tema) sino que todos recibimos la misma atención. Se nos considera como a individuos abstractos en todo lo que concerniente a la ley, sin tener en cuenta todo lo que nos rodea y que resulta irrelevante.

Todo esto parece bastante obvio. Y os concedo que no estoy descubriendo la pólvora. Sin embargo, mucha gente no está de acuerdo con esta afirmación. Para algunos sectores del espectro político la igualdad fundamental no es de la que supuestamente disfrutamos todos en un Estado de derecho (es decir, la igualdad ante la ley) sino aquella por la que hay que luchar y que hay que conseguir a toda costa: una igualdad económica. Para estos señores lo importante es la igualdad mediante la ley. Uyyyy, cómo cambia las cosas una pequeña preposición.

Cuando el centro de nuestros desvelos se centra en la igualdad económica por encima de la igualdad jurídica lo natural es entonces que no todos seamos iguales ante la ley, pues precisamente como existe una desigualdad económica entre los seres humanos la ley debe actuar parcialmente para corregir esas desigualdades. Nos encontramos entonces con que la ley se encuentra al servicio de la política: en lugar de vigilar al Estado para que no se propase con los ciudadanos, la ley se convierte en una herramienta del Estado con la que puede llevar a cabo sus propósitos más diversos.

En los altares de esta búsqueda se han sacrificado a lo largo del siglo XX y parte del XXI millones de vidas. Regímenes totalitarios han aspirado a unir en una sola voz a una ciudadanía dispersa que difícilmente podía oponerse a ello. Con la excusa del bien común y del bien mayor se han erigido campos de concentración, gulags, campos de reeducación, campos de trabajo, pogromos, etc. ¿Cuántas veces debemos pasar por lo mismo para que la ciudadanía comience a mirar con ojos sospechosos a los salvapatrias, los charlatantes, los vendehumos y los individuos de muy diverso cuño que se han dedicado con ahínco renovado a "reducir la desigualdad en el mundo"? ¿Cuántas veces?


Por supuesto, podemos replicar que la pobreza en el mundo es un problema que hay que encarar y atajar y que no podemos permanecer de brazos cruzados ante él. Estoy de acuerdo. Pero pretender identificar desigualdad y pobreza como si fueran lo mismo es un error mayúsculo de una demagogia deplorable. La gente no quiere ser igual al vecino, lo que quiere es dejar de ser pobre (de hecho, en esos países del Tercer Mundo dejar la pobreza normalmente implica dejar de ser igual al vecino). Nada ha habido en la Tierra más igualitario que los regímenes comunistas (excepto en el caso de la pequeña élite dirigente, obviamente) y resulta del todo cuestionable que en ellos se haya creado más riqueza y prosperidad que en las naciones libres.

Pero al final, como siempre, estarán los que intenten convencernos de que el muro de Berlín se construyó para que la gente no intentara entrar...

¡Saludos filosóficos!

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