¡Hola compañeros!
El otro día hablábamos sobre el
tema de la igualdad y sobre si ese santo Grial de la política contemporánea era
algo racional o razonable. Comentábamos, en un tono bastante abstracto (más de
lo que me hubiera gustado, admito que me gusta ser más divulgativo y un par de
personas me recriminaron cariñosamente que no habían entendido nada) que los
conceptos de "Justicia" e "Igualdad" no son para nada
sinónimos, sino que de hecho resultaban un poco contradictorios. Las razones
que aduje las encontraréis aquí pero ha llegado la hora de continuar con la
discusión.
Bajando un poco de las nubes
veamos qué aplicación práctica tiene todo aquello que hemos estado discutiendo.
Comencemos por esta sencilla pregunta: ¿es toda igualdad injusta? Hemos desmontado
-espero- la idea de que la igualdad, per
se, es algo justo y siempre deseable, pero eso no quiere decir que toda desigualdad sea indeseable o injusta. Es
decir, hemos caminado un buen trecho a lo largo de la Historia para intentar
despojarnos de tiranías, injusticias, favoritismos, nepotismos y sistemas de
castas como para terminar concluyendo que tales sistemas no solamente no eran
injustos sino que por el contrario son sistemas perfectamente justos y con
arreglo a derecho. No. Atacar cierto concepto de igualdad no significa rendirse
a la ley de la selva y defender que entonces estamos de acuerdo en que el
fuerte aplaste y someta al débil. No nos hemos reunido en sociedad para vivir
peor que en un estado de naturaleza salvaje y resultaría ridículo que yo aquí
defendiese eso (aunque ya dijo Cicerón que no hay tontería que no haya sido
defendida por algún filósofo).
Así pues, hemos de convenir en
que la sociedad ha de procurarnos algún tipo de igualdad que sí sea justa y
conveniente para todos. Una igualdad que no sea impuesta desde arriba (sea de
donde sea), una igualdad que no nazca del dominio o la fuerza sino que surja
naturalmente de nuestra propia condición humana. Una igualdad, en definitiva,
que no quebrante nuestra libertad: la
igualdad ante la ley. ¡Esta igualdad sí que cumple estas condiciones!
Precisamente si nos hemos reunido en sociedad es para obtener este tipo de
igualdad: nadie quiere tener menos derechos que los demás, ni más deberes, sino
que todos aspiramos a que la justicia (esa señora con la venda en los ojos) no
haga distingos entre los ciudadanos, sino que gobernantes y gobernados, ricos y
pobres, fuertes y débiles recibamos el mismo trato por parte de ella. Eso no
quiere decir que todos recibamos exactamente el mismo veredicto (eso lo vimos en la anterior entrada sobre este tema)
sino que todos recibimos la misma atención.
Se nos considera como a individuos abstractos en todo lo que concerniente a la
ley, sin tener en cuenta todo lo que nos rodea y que resulta irrelevante.
Todo esto parece bastante obvio.
Y os concedo que no estoy descubriendo la pólvora. Sin embargo, mucha gente no
está de acuerdo con esta afirmación. Para algunos sectores del espectro
político la igualdad fundamental no es de la que supuestamente disfrutamos todos
en un Estado de derecho (es decir, la igualdad ante la ley) sino aquella por la que hay que luchar y que hay que
conseguir a toda costa: una igualdad económica. Para estos señores lo
importante es la igualdad mediante
la ley. Uyyyy, cómo cambia las cosas una pequeña preposición.
Cuando el centro de nuestros
desvelos se centra en la igualdad económica por encima de la igualdad jurídica
lo natural es entonces que no todos seamos iguales ante la ley, pues
precisamente como existe una desigualdad económica entre los seres humanos la
ley debe actuar parcialmente para corregir
esas desigualdades. Nos encontramos entonces con que la ley se encuentra al
servicio de la política: en lugar de vigilar al Estado para que no se propase
con los ciudadanos, la ley se convierte en una herramienta del Estado con la
que puede llevar a cabo sus propósitos más diversos.
En los altares de esta búsqueda
se han sacrificado a lo largo del siglo XX y parte del XXI millones de vidas.
Regímenes totalitarios han aspirado a unir en una sola voz a una ciudadanía
dispersa que difícilmente podía oponerse a ello. Con la excusa del bien común y
del bien mayor se han erigido campos de concentración, gulags, campos de
reeducación, campos de trabajo, pogromos, etc. ¿Cuántas veces debemos pasar por
lo mismo para que la ciudadanía comience a mirar con ojos sospechosos a los
salvapatrias, los charlatantes, los vendehumos y los individuos de muy diverso
cuño que se han dedicado con ahínco renovado a "reducir la desigualdad en
el mundo"? ¿Cuántas veces?
Por supuesto, podemos replicar
que la pobreza en el mundo es un problema que hay que encarar y atajar y que no
podemos permanecer de brazos cruzados ante él. Estoy de acuerdo. Pero pretender
identificar desigualdad y pobreza como si fueran lo mismo es un
error mayúsculo de una demagogia deplorable. La gente no quiere ser igual al
vecino, lo que quiere es dejar de ser pobre (de hecho, en esos países del
Tercer Mundo dejar la pobreza normalmente implica dejar de ser igual al
vecino). Nada ha habido en la Tierra más igualitario que los regímenes
comunistas (excepto en el caso de la pequeña élite dirigente, obviamente) y
resulta del todo cuestionable que en ellos se haya creado más riqueza y
prosperidad que en las naciones libres.
Pero al final, como siempre,
estarán los que intenten convencernos de que el muro de Berlín se construyó
para que la gente no intentara entrar...
¡Saludos filosóficos!
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